Gabriel
García Márquez: uno de los nuestros
*** Gabriel
García Márquez, el colombiano infinito que nos dejó Macondo como
un refugio para sabernos más felices, vive en las palabras con que
supo nombrar el mundo y hacerlo siempre un poco mejor.
Daniela
Saidman
30/04/2014.-
Aunque a lo mejor pasó inadvertida una lluvia de diminutas flores
amarillas, como mariposas, cayó lenta sobre toda América Latina el
pasado jueves santo, para agradecer la existencia de Gabriel García
Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927 - México, D. F.,
17 de abril de 2014). Él, contento por la luz que irradiaba el batir
de las alas y seguro de haber nacido para quedarse, se despidió con
gesto cómplice. Nosotros, sus lectores, sabemos bien que quien se
marcha es un hombre que nos hizo un poco más felices, porque el Gabo
nos abrió hojas como puertas y de ellas salimos siendo un tilín
mejores, como diría Silvio.
Sobre
él todo está ya dicho. El gran inventor del mundo posible, el mago
que fue capaz de crear Macondo para recordarnos la magia que habita
en los gestos cotidianos y en la ternura del amor, se queda como el
mejor pronóstico de los tiempos que aún están por venir. Ese Gabo
infinito que hizo que los ojos del mundo nos vieran en la dimensión
exacta de nuestra historia y de nuestro tiempo, está para siempre en
esta geografía que descubrimos al calor del hielo y sobre todo, en
el olor a guayabas que tiene el Caribe que lo acoge como a uno de sus
hijos más amorosos.
Los
recuerdos de su infancia y su familia –la figura del abuelo como
ejemplo del patriarca familiar, la vibrante belleza del lenguaje
campesino y la convivencia con lo mágico en lo cotidiano y en la voz
de su abuela que contaba cuentos de fantasmas y aparecidos– son la
base desde la cual se erige el reino posible de la magia sobre la
tierra. Probablemente hasta entonces nadie que no fuera
latinoamericano podría haber entendido los misterios de esta tierra
de pájaros multicolores, de ríos que parecieran que no tienen
orillas, de selvas infinitas que multiplican la luz en los aguaceros
que recuerdan al diluvio universal. Eso fue lo que Gabriel García
Márquez le contó a quien quisiera escuchar con ojos nuevos. William
Ospina, escritor también colombiano y como Gabo galardonado con el
Rómulo Gallegos, escribió recordándolo que “él mismo ha dicho
que lo que encontró aquel día, por la ruta de Cuernavaca (cuando
desentrañó lo necesario para iniciar la escritura de Cien años de
soledad) fue el tono de la voz de su abuela, la capacidad de decir
las cosas más inverosímiles con la cara de palo de quien las cree
de verdad. Sus obras parecen derivar de la tradición oral. Como los
poemas, quieren ser dichos en voz alta, porque tienen mucho de la
virtud sonora del lenguaje”.
¿Que
a dónde se fue Gabriel García Márquez? ¿Dónde pudiera irse ese
mago de la palabra que amó lo más hondo y fecundo de estas tierras?
Pues a ningún lugar, ningún olvido es posible para este hombre que
nos contó todo lo que de fantástico tiene este territorio de sueños
por cumplir. Y si de palabras se trata, pues el Gabo sí tiene quien
le escriba y sobre todo tiene quien lo lea. Escritores entrañables,
músicos fantásticos y lectores de todas las edades y países, han
dedicado por todos los medios que existen su homenaje a este
latinoamericano universal que no por ello dejó de ser siempre uno de
los más nuestros.
Silvio
Rodríguez, el trovador infinito, escribió una carta de despedida en
la que asegura que a García Márquez “voy a conservarlo así,
sonriente, gozando de la vida, a lo mejor en la voluta de una idea
que la insondable alquimia de su talento dejará en una ínfima
reseña”, y subraya que “seguro así” se sentirá “alguito
menos huérfano”.
Por
su parte, el uruguayo Eduardo Galeano en una entrevista telefónica
al ser consultado sobre la muerte de uno de sus entrañables amigos
afirmó que “lo que más duele está en las bellas palabras que la
muerte nos ganó de mano y nos robó. Yo creo que ellas, las palabras
robadas, se escapan a la menor distracción, huyen de las páginas de
los libros de Gabo y se nos sientan al lado en algún café de
Cartagena o Buenos Aires o Montevideo. O aquí, en Río de Janeiro”.
Al final, el homenaje imprescindible es tenerlo cerca y para ello,
están sus obras, La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le
escriba (1961), Los funerales de Mamá Grande (1962), Cien años de
soledad (1967), Relato de un náufrago (1970), El otoño del
patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en
los tiempos del cólera (1985), El general en su laberinto (1989),
Del amor y otros demonios (1994), Noticia de un secuestro (1996) y
Vivir para contarla (2002), entre otros libros de cuentos, novelas y
crónicas.
El
Premio Nobel de Literatura de 1982, que diez años antes había sido
galardonado en Venezuela con el Premio Rómulo Gallegos por Cien años
de soledad, además de ser el creador del realismo mágico y uno de
los principales exponentes del llamado boom latinoamericano, dejó un
legado indiscutible para el ejercicio del periodismo que creía el
mejor de los oficios. Y es que aunque estudió Derecho, abandonó
pronto la carrera para dedicarse al periodismo y a la literatura. Sus
crónicas y reportajes atestiguan el compromiso del hombre y del
escritor con su tiempo y con sus gentes. Su palabra fue certera y
abogó por el desempeño ético y la profundidad intelectual de las
nuevas generaciones de periodistas. Allí queda como parte de su
obra, no sólo la recopilación de numerosos escritos sino también
su apoyo en los primeros años a Prensa Latina, agencia de noticias
de Cuba en la que también participaba Rodolfo Walsh bajo la
conducción de Ricardo Masetti, al igual que su participación en la
fundación del periódico mexicano La Jornada y la creación de la
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en 1994, con sede en
Cartagena de Indias, todas apuestas para la formación de quienes
tienen a la palabra como instrumento para narrar el mundo. También
fue un apasionado de la cinematografía. Y es que en él, palabra e
imagen se conjugaron para contar lo que hacía falta leer.
En
fin, el que se fue es uno de los nuestros. Uno que supo encender la
escritura para nombrar lo mejor de nosotros, uno que supo hacer nacer
la magia que nos habita y que nos convoca a mirarnos y desperezarnos
para encontrarnos siempre un poco más nuevos con las ganas de fundar
el futuro. Al Gabo lo despiden cientos de acordeones que cumbia en
voz hacen subir y bajar a miles de mariposas amarillas para darle el
mejor abrazo que el cielo y la tierra toda le ofrendan en el
alborotado bullicio de este trópico inmenso que lleva su tacto como
un adiós, pero sobre todo como una bienvenida.
“Por
no querer que las cosas sigan así...”
“Me
atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su
expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la
Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel,
sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras
incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de
creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste
colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más
señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas,
guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad
desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación,
porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de
los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este
es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.
Gabriel
García Márquez
(Fragmento
del discurso de aceptación del Premio Nobel)
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