12º Feria Internacional del Libro de Venezuela 2016

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sábado, 5 de febrero de 2011

EN EL TIEMPO DE LOS FLAMBOYÁN por José Díaz Matute (Gran Sabana-Bolívar)


Era el tiempo del flamboyán, cuando se inundaban mis ojos de su rojo y verde sagrados; del ritual de echar a pelear sus estambres como gallos de sangre que se deshacían en nuestras manos, de la brisa fresca que en los atardeceres del llano suceden a la lluvia. De las frutillas blancas y esponjadas envueltas en vainitas color carmesí que sellaron un pacto inquebrantable con el monte atormentado por los loros, paraulatas y cristofués. La época de los muñecos y casas de barro con que distraíamos la sosegada vida de pueblo. El momento en que sentía un vacío frio y placentero en mi estómago cuando veía a Idayrse pasar con su padre en el jeep descapotado con su rostro blanco y su cabello rubio ignorando a ese niño que no la perdía de vista. De los cuentos de “Chánoc” y “Santos el enmascarado de plata” con los que aprendí a leer interrumpiendo a mi madre en su labor de picar los aliños que aderezarían los frijoles que le traía mi tío del conuco. Como olvidar las ruedas de tomate azucarado que depositaba en mi boca cada vez que aprendía una nueva palabra y el orgullo con que me llevó a la escuela antes de cumplir la edad exigida “porque bordón ya sabe leer” y yo con mi cuaderno forrado de verde y mi libro con olor a nuevo no entendí por qué no me aceptaron pero seguí aprendiendo en la cocina con la mejor maestra del mundo. Ella me dejaba escuchar los cuentos de aparecidos sin hacer caso de los reproches que le hacían sus amigas sobre mi presencia hundido en su camisón tembloroso y atento.
Mamá tenía una explicación para todo.”¿Qué es ese ruido?” le preguntaba cuando me asustaban los rugidos prolongados del cielo en los días en que se escuchaban tormentas lejanas. “Lo que pasa- me decía- es que cuando llueve Dios le da permiso a sus ángeles para jugar bolas criollas y ese ruido largo que tú oyes es un arrime”.
Yo quedaba conforme pero no menos asustado, aferrado a su vestido y se escuchaba repentinamente un centellazo cercano y yo aterrorizado e incrédulo ahora preguntaba más asombrado”¿Y eso?”; ella respondía sin pensar “!Ah, ¿eso? . Tranquilízate , eso es un boche clavao”.
También era el tiempo de mis primeras pesadillas causadas por los monstruos de Perdidos en el Espacio y los anuncios del fin del mundo por parte de los grupos de evangélicos recién convertidos (según aquellos ingenuos charlatanes yo no estoy escribiendo esta historia porque el mundo se acabó en el 2000 o un poco antes).
Puedo ver claramente a mi tío dándonos a mis hermanos y a mi mediecitos de plata, lochas y cobres y yo preguntando “mi tío, ¿de dónde saca usted tanta plata?” y él respondiendo “de la mata de rial que tengo en el conuco” y para mí era santa palabra lo que mi tío decía.
Bien recuerdo a papá tomando cerveza Zulia olorosa y espumosa insultándose con el vecino que vivía en la otra esquina de Barrio Obrero a su vez borracho profiriendo insultos y amenazas. Cada uno vociferaba atrocidades desde su casa sin dar un paso más allá del jardín. Las mujeres prestas a acostarlos en el momento justo en que decidían echar mano a los machetes ante el elevado tono que habían alcanzado los insultos y yo jugando tranquilo y confiado de que ese espectáculo se repetiría de la misma manera una y otra vez semana tras semana con las mismas consecuencias.
Todos los días eran iguales menos el día en que todos creyeron que los evangélicos se habían equivocado en sus cálculos y el fin del mundo se había adelantado. El día en que me desperté vestido, agarrado fuertemente por la mano de mi madre que me decía repetidamente “¡no mires para atrás, no mires para atrás¡” mientras se encaminaba presurosamente hacia la casa de Petra Figuera. Los llantos, los alaridos eran la realización de la profecía apocalíptica que yo escuchaba con mucha atención en ese entonces cuando los hermanos luteranos no sazonaban su prédica con cumbias y tamboreras.
En el cielo se escuchaba un bramido ensordecedor y la madrugada se iluminaba con una luz semejante a la del crepúsculo.
No resistí las ganas de voltear y mire un instante, un brevísimo momento en que quise ver el rostro justiciero de Jesucristo pero no, allí no estaba nuestro Señor. Sólo quedó en mi memoria una nube de fuego inmensa que abarcaba todo el espacio del cielo; niños sollozando, hombres y mujeres llorando y pidiendo perdón por sus pecados. Muy pocos iban vestidos (mi madre era una de las pocas) y a ninguno se le ocurrió volver por sus pertenencias hasta que la nube ominosa paso y alguien repetía insistentemente “¡explotó la tubería de gas, explotó la tubería de gas!”.
La gente recuperó lentamente la compostura dando paso a los chistes y a la risa nerviosa “por eso es que no se debe dormir completamente desnudo” insistía mi madre y todos regresaron a su rutina y a sus humildes pecados.
Este relato, de José Díaz Matute, forma parte de los escritos recopilados en el taller de narrativa que durante el mes de noviembre de dos mil diez facilitara el escritor venezolano radicado en Santa Elena de Uairen, Ricardo Azuaje. Estos textos son producto no sólo del espíritu creador, sino de las jornadas laboriosas de escritura y lectura que sostuvieron en colectivo o individualmente cada una de las personas nativas de esta región ubicada al sur del estado Bolívar. Los textos gozan de un dominio de la palabra, olores, sabores y tradiciones aunado a figuras literarias que desplazan al lector en el tiempo y en el espacio.
Estos textos han sido seleccionados por Casa Nacional de Las Letras Andrés Bello, para formar parte de una antología de cuentos próximos a ser publicados a nivel nacional por esta casa.
Los talleres en el área de literatura son impulsados en el estado Bolívar gracias a la articulación del Gabinete Estadal y Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, ambas instituciones adscritas al Ministerio del Poder Popular para la Cultura.